lunes, 14 de marzo de 2011

CAPÍTULO 10. Fusión

Estaba enferma.

¿O no lo estaba?
Aparte de mi evidente invidencia, los cortes y magulladuras habían curado bien. No eran más que malos recuerdos. Pero la luz seguía velada a mis ojos, y eso era peor que cualquier herida, por mucho que sangrara.
-¿Estás segura de que quieres hacerlo? -preguntó Luna nerviosa.
Aunque sólo llevaba una semana sin visión, mi oído era mucho más fino que antes, y me había acostumbrado a fiarme de él. Dirigí el rostro hacia donde me hablaban y forcé una sonrisa.
-Claro. Si no, no lo intentaría.
En realidad no estaba tan segura como lo parecía. Sí, quería hacerlo, pero estaba segura de que sería un fracaso. No quería ni imaginar las consecuencias de si me caía o algo. Sería horrible. Luna me llevaba de la mano, porque aún no me había acostumbrado a usar el bastón ese de ir tanteando el camino.
-Quédate aquí -pidió-. No te muevas. Estás en una esquina del picadero. Voy a por Calgary y vuelvo enseguida.
-Vale.
Sí, iba a hacer lo que estás pensado: me subiría -vale, con ayuda- al caballo porque quería volver a sentir su rítmico movimiento bajo mis piernas, el calor corporal del animal subiendo por mi cuerpo, el júbilo que siempre me inundaba al montar a caballo. Luna iría a mi lado todo el tiempo y Sam, la monitora, llevaría con una cuerda a Calgary. Escuché los cascos de mi yegua repicando contra la rampa de madera que llevaba a la arena del picadero y a Luna y Sam conversando con tranquilidad. Nerviosa, rasqué el suelo de arena con la punta de mi bota de montar. Las dos chicas y la yegua se acercaron a mí; Luna me llevó la mano para acariciarle el cuello a Calgary y entre las dos me ayudaron a subirme. Dios, me parecía que llevaba una eternidad sin montar, aunque en realidad no lo había hecho sólo dos días. Sentí que Sam cogía a la yegua por la cabezada y le di con los talones para instarla a avanzar.

Transcurrió así media hora. Mi cuerpo, acostumbrado ya a los movimientos habituales del caballo, iba totalmente compenetrado con el animal y se movía de una manera casi automática; sin embargo, yo tenía miedo de caerme, algo que jamás me había asustado. Tras esos treinta minutos de felicidad a lomos de mi animal favorito, quise arriesgarme un poco más.
-Sam -dije-. ¿Puedes soltar la cabezada? Por favor. Quiero ver si soy capaz de dar un par de vueltas sola.
-No sé si es muy buena idea -repuso ella-. Pero creo que merece la pena intentarlo. Te diré cuándo empieces a girar en las esquinas, y te avisaré de otros obstáculos.
Sentí la cabeza y el cuello de Calgary agitarse con placer cuando la monitora soltó la cabezada y se alejó unos pasos. De repente me sentí mucho más insegura y ya no tan decidida con mi idea. Me aferré bien con las rodillas, por si acaso, y cerré con fuerza los dedos en torno a las riendas. Pero mi yegua, probablemente por su sangre de Lusitana, continuaba avanzando con un paso tranquilo y regular y parecía anteponerse a mis órdenes.
-Empieza a girar, Silvia -advirtió Sam. Pero Calgary ya lo estaba haciendo por mí.
Parecía que la yegua y yo nos convirtiéramos en un solo ser. Ambas hacíamos los movimientos -por ejemplo, el animal tiraba ligeramente de la rienda izquierda para girar a la derecha- completamente sincronizadas. Estábamos fusionadas, tal vez porque una desgracia nos unía ahora más que nunca: ella arrancada de una cuadra sucia y pequeña, y yo viendo a través de sus ojos.
-Lo estás haciendo muy bien -dijo Sam.
-Gracias.
Aunque la frase era corta, bastó para hacerme profundamente feliz.

miércoles, 2 de marzo de 2011

CAPÍTULO 9. Redención.

Por culpa de un segundo, ni siquiera, de una fracción de segundo, había perdido todo. Jamás volvería a ver un atardecer, ni a Calgary, ni los colores, ni las formas. Lo único que habría sería oscuridad, negrura que me acecharía por todos lados y me obligaría a realizar pasos en falso a cada minuto. Sería como un rotulador permanente, que a medida que lo extiendes, cubre todo lo que hay debajo. Reproduzco mentalmente los hechos tal y como los recuerdo. A cámara lenta, el tiempo y el espacio suspendidos en el aire, veo de nuevo el coche frenando bruscamente, vuelvo a oír el chirrido de los neumáticos, huelo el olor de la goma quemada de las ruedas tratando de detener los mil kilos del vehículo. Rememoro el terror de la cara de Luna al sentirse ya atropellada, el impacto contra el suelo brutal. Recuerdo los estrépitos, gritos, ruidos, humo, mal olor, metal agujereado y abollado. El cuerpo del conductor semiinsconsciente tendido boca abajo en el suelo y Luna yaciendo aturdida a mi lado. La sangre tibia vuelve a bombear con fuerza en mi sien y en mi mejilla, donde recibí dos cortes poco profundos. Mi mente estalla de dolor al rememorar la luz impactando contra mis ojos sin protección, al mismo tiempo que me siento morir abrasada por dentro y por fuera.
Después de eso, la nada.
El dolor y el alivio se daban la mano en el hospital. El dolor seguía abrasando mis ojos pero los olores ya no penetraban en mi nariz ni los estrépitos dañaban mis tímpanos. Los médicos levantaron mi cuerpo retorcido de agonía y lo depositaron en una camilla. Sumida en la negrura, mi cuerpo recuerda los bandazos de la ambulancia al desplazarse a toda velocidad por las calles, la sirena sonando, los otros coches dejando paso al vehículo sanitario enloquecido. Toda una odisea de golpes, de nuevo, cuando mi camilla es bajada de la ambulancia y trasladada corriendo al interior del hospital. Olor a medicina. Exlamaciones.
Dolor. Alivio. Frío. Calor. Vida. Muerte.
El ying y el yang sacudían mis entrañas por dentro.
Medicinas, sedantes, pinchazos. Palabras de ánimo, caricias, suspiros. Esperanza. No me iba a morir. Pero tal vez quedaría ciega para siempre. Faltaba el testimonio del médico.
-No perderás la vista por siempre. Acabarás recuperándote, a la larga.
Entonces mi mente se llenó de todo y de nada. Fuerza, carácter, esperanza, ánimo. Me iba a hacer falta desgranar cada granito de valor y de suerte. Lo necesitaría.
Jamás he sido una persona especialmente fuerte. Más bien, de niña me caracterizaba por desanimarme demasiado pronto. Cuando tienes todo y de repente te quedas sin nada, te hundes. Y más en mi caso. Los sentimientos formaban una compacta marea que me arrastraba hasta el abismo. Y una vez dentro, ya no podría volver a salir. Pero, cuando en tu vida sólo hay dolor y tristeza, y repentinamente unas palabras, una sonrisa, te inspiran confianza, tu organismo recupera todo el valor que has tenido a lo largo de tu vida. Entonces se concentra más y más durante medio segundo, y acto seguido se vuelca con fuerza. Llena tu cuerpo, lo vivifica, despeja tu mente. Ves el futuro mucho menos oscuro que antes, tal vez incluso una luz al fondo. Y entonces te agarras con uñas y dientes, o cualquier otra cosa, para trepar de los abismos del dolor y culminar en la esperanza y la redención.