sábado, 7 de mayo de 2011

CAPÍTULO 11. Luz

Transcurrió el tiempo igual que un río fluye entre las piedras. Tal vez esta alusión a un río no sea tan desacertada aplicada a mí; al igual que él, yo daba bandazos entre obstáculos intentando curarme -en su caso fluir- lo más deprisa posible. Toda mi natural alegría la había perdido entre la goma y los hierros del coche cuando el accidente; pero el día en que se me ocurrió mi genial idea de volver a montar con ayuda, todo fue un poco más soportable. Las mañanas, plagadas de "siento tu desgracia" y "te comprendo", transcurrieron con más velocidad al saber que por la tarde estaría a lomos de Calgary. ¿Cómo podían comprenderme personas que nunca habían experimentado lo que es estar rodeada de oscuridad y sonidos? Mi yegua sí lo hacía. Años después todavía no alcanzo a comprenderlo, cómo es posible que Calgary pudiera saber mis deseos incluso antes de pedírselos. Ella lo hacía todo por mí cuando montábamos. Yo sólo tenía que abrir la mente, relajarme y disfrutar del paseo. Sam incluso nos había concedido dar paseos al aire libre, en el prado, acompañadas de otros caballos. Y esa era una victoria importante. Así, peleando por lo que creía que me correspondía, pasaron tres meses.
Un domingo, como otro cualquiera, me desperté. Me quedé vagueando en la cama un rato largo, calentita bajo las mantas. Ya oía a Luna levantarse y arreglarse como cada mañana. Me desperecé, bostecé y la miré, apoyada en el quicio de la puerta del baño.
-Anda, te has puesto rizos -comenté-. Estás muy guapa.
-¿Eh? ¿Cómo lo sabes? -no me estaba mirando.
De repente caí en la cuenta de que algo no encajaba. ¡VEÍA! Todos los colores, la paleta del universo de mi habitación, en todas sus formas, se abría de nuevo ante mí. Podía verlo todo otra vez, con la exactitud de antes.
-¡VEO! -grité-. ¡Oh, Luna, te estoy viendo! ¡Te veo!
Era tanta mi alegría que me puse a llorar y reír al mismo tiempo. Creo que tuve un ataque de histeria. Tanto tiempo privada de la luz y los colores y las formas, y un día el caprichoso destino me lo devolvía sin previo aviso. Chocante, cuando menos. Gritaba y lloraba, y de repente me ponía a reír. Las chicas de las habitaciones contiguas venían a nuestra habitación y me veía, y yo les comunicaba la nueva y se reían conmigo. Entonces llegaron los chicos. No nos importó a ninguna que nos vieran en pijama. Diego fue el primero en llegar y, al darse cuenta, me abrazó con fuerza y oí su risa en mi oído.
Cuando Luna, impaciente por naturaleza, consideró que había pasado el tiempo suficiente, dio una palmada.
-Y ahora, ¡todos fuera! -exclamó sin perder la educación-. Silvia tiene que acostumbrarse a su nueva situación. Largo.
Tardaron un tiempo bastante considerable en irse, pero por fin nos dejaron solas. Cuando se cerró la puerta me lancé a los brazos de Luna y la besé en la mejilla.
-Gracias por todo lo que has hecho por mí a lo largo de este tiempo difícil -le dije.
-Sólo puedes agradecérmelo de una manera: vistiendo bien combinada. ¡Me has puesto muy nerviosa viendo que llevabas unos pantalones rojos con una camisa rosa! -bromeó, pero se le notaba el cariño y la emoción en la voz.
Me puse mis vaqueros favoritos -¡qué gusto ver de nuevo su color claro!-, una camiseta roja y un jersey de rayas. Todos los colores me parecían brillantes y bonitos. Incluso el amarillo, un color que antes odiaba, ahora me gustaba.
-Vamos. Hay que desayunar e ir a contárselo a María, a Sam y a todo el que se cruce con nosotras -dije con infinita alegría.
Y ella estuvo de acuerdo.

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