martes, 10 de mayo de 2011

CAPÍTULO 14. Medio corazón

A las cuatro, estaba puntualmente apoyada en la puerta del box de Calgary, la cual ya estaba ensillada y embridada. En los tres o cuatro minutos siguientes fueron llegando unos niños cuya edad oscilaba entre los seis y diez años. Todos me miraban con curiosidad y la verdad, me sentí como entre enanitos del bosque...
En silencio cogimos a nuestros caballos y los bajamos al picadero, mientras María -la monitora de los niños pequeños- también bajaba a la pista y ayudaba colocando estribos. Yo me los coloqué sola y me subí, y fui la primera en comenzar a dar vueltas al paso de calentamiento.
Cuando por fin nos colocamos todos en fila -yo la primera, el resto detrás de mí-, empezamos un trote extremadamente suave. De hecho, María me pedía constantemente que redujera la velocidad para que pudieran seguirme los más pequeños. Y así sería durante toda la hora... Me iba a aburrir a morir.
Me sentí muy insegura cuando me subí a Calgary y al mismo tiempo poder verlo todo; pero, simultáneamente, mi cuerpo percibió lo a gusto que solía sentirse a caballo. Era una mezcla extraña, pero que de algún modo se complementaba a la perfección.
Hacia la mitad de la clase, más o menos, María anunció:
-Ahora, mientras vosotros trotáis y practicamos otra cositas, Silvia va a galopar. Os pido a todos que os peguéis mucho a la pared para que su yegua no se asuste. -Me miró-. Si galopas bien te pondré un salto o dos bajitos para que pruebes. Estoy haciendo unos experimentos. Adelante.
Presioné con los talones en los flancos de la yegua para que arrancase a un trote rápido, y le di suave unos golpecitos para que, finalmente, saliera al galope.
-Tienes que mejorar esa técnica -observó María-; pero vas bien.
Di varias vueltas a un galope más suave y luego más intenso; sin estribos y con ellos; de pie en las rectas y sentada en las esquinas... Según la monitora estuve sobresaliente.
-Ahora das una vuelta más, te colocas de frente a este salto y lo salvas.
Galopé hasta ponerme de frente al obstáculo -que no mediría más de 30 centímetros de alto- y lo salté con facilidad.
-Bien. Ya podéis subir los caballos.
Cepillé a mi yegua, le hablé y la acaricié mucho en el cuello, y después la llevé a uno de los grandes prados del centro. La observé olisquear el aire, dar vueltas buscando la hierba más apetitosa, y tras haberse dado un buen atracón, tumbarse a descansar en el medio del prado. El viento del norte despeinaba sus crines blancas y las echaba hacia su esbelto cuello. Las patas traseras estaban replegadas bajo el cuerpo, mientras que las delanteras se extendían placenteramente hacia delante; la cola larga y gris azotaba el aire sin parar...
En un arrebato de amor me acerqué a ella y me senté junto a su cuello, que empecé a acariciar con suavidad. Calgary piafó y me olió la mano; yo le acaricié su hocico de terciopelo antes de volver al cuello. Tras varios minutos la yegua se tumbó completamente. Dirigió la cabeza hacia el vientre y luego la giró para mirarme; casi parecía una invitación para tumbarme sobre ella, así que lo hice: con mucho cuidado me estiré de forma que mi cabeza reposaba sobre su cuello.
Y allí nos quedamos. Flotaba una inmensa paz sobre nuestra anormal conexión; una yegua y una humana cuyas vidas formaban un hilo inextricable. Ambas nos compenetrábamos como dos piezas semejantes de un puzzle, sabíamos casi lo que pensaba la otra.
Medio corazón mío era suyo; y medio corazón suyo, era mío.

No hay comentarios:

Publicar un comentario