miércoles, 16 de febrero de 2011

CAPÍTULO 1. Mudanza.

La puerta del coche se cerró con un ruido suave, casi inaudible. Bueno, era un Audi, tampoco esperaba que hubiera un estrépito. Mi padre me sonrió y me apoyó la mano en la rodilla. Yo le devolví una mirada casi inexpresiva. Mi prototipo de hermana, léase Iria, había sacado su móvil y hablaba sin parar con una amiga, examinándose las uñas. Apoyé la cabeza en el cristal de la ventana y fantaseé con quedarme a solas con mis pensamientos.


Aquel viaje, aquella mudanza, no estaba bien. A ver, no quiero hablar de chorradas como premoniciones y visiones de pitonisa, ¿vale?, pero sabía que no estaba bien. Era un error. En realidad yo misma era un error. Había nacido por equivocación. Pero claro, ya que estábamos, mi madre quería darme a un orfanato, y mi padre no. Supongo que mi nacimiento contribuyó a estropear su matrimonio. Resumen: mi madre se piró a Madrid con un supuesto primo suyo y mi padre se quedó conmigo en Vigo.


La verdad, papá lo había hecho bastante bien a pesar de ser yo su primera hija. Vivimos trece años juntos riéndonos de la vida, hasta que un día fatídico llegó una carta de mi, esto, madre. Y exagero al usar la palabra.


En ella contaba que había conocido a un hombre y que había tenido una hija (otra) con él. Pero –y aquí la carta tomaba un carácter más triste– el hombre en cuestión las había abandonado a ella y a su hija, y no podía mantenerla con su sueldo de esteticienne. Por eso, concluía, veía oportuno enviárnosla durante un tiempo. Indefinido, claro. A la semana siguiente, Iria llegaba al aeropuerto Peinador vigués con aires de diva de la gran ciudad. Enseguida empezó a mandarme, a pesar de tener un año menos que yo. La odiaba.


Ah, y me queda algo por decir. Mi padre, que trabajaba en un banco, había obtenido un ascenso un año después de la llegada de Iria y por tanto, ganaba más. Mucho más, de hecho. Interesantes cambios: compramos una casa más grande, me regalaron un caballo (montar a caballo es mi gran pasión, además de la música), nueva ropa de marca... Cuando cumplí los quince años, hace un par de meses, mi padre anunció lo que se había estado cociendo en su cabeza: quería enviarme a un internado; claro, primero me escandalicé, pero luego me enteré de que era un internado especial: por la mañana daríamos cinco horas de clase, y después de comer... adivina: ¡equitación! Vale, puede que me encante y tal, pero aún estoy empezando. De hecho sólo he galopado una vez o dos. Me mostré encantada con la idea, empecé a hacer planes, se lo dije a mi yegua, Calgary, y en resumen, me emocioné demasiado. Traducción: jarro de agua fría cuando me enteré de que era en A Coruña. Entonces me negué (creéme, fue difícil) pero mi padre ya había reservado una plaza y al parecer era bastante caro, así que... ¡tachán! Ya me ves a mí haciendo la maleta a la fuerza. Alquilamos un tráiler, metimos dentro a Calgary y nos largamos. Toda una vida perdida.


–Ya queda poco –dijo mi padre, interrumpiendo mi batalla mental; había hablado con voz suave, pero me sobresalté–. Ya verás, te vendrá bien un cambio de aires.
–Sí, es un planazo cambiar de ciudad, insituto, amigos, ambiente, blabla y demás –dije con fingido entusiasmo.
–Alégrate un poco, Silvia –dijo mi hermanastra con maldad–. Total, vas a estar marginada aquí al igual que allí.
–Tú cállate, niño –le respondí; me gustaba llamarla así, porque se cabreaba que no veas–. Por muy de guay que te vayas, no llegas ni a chachi.


Dicho esto me puse los auriculares y la ignoré mientras pulsaba el play para escuchar Replay. A partir de aquí creo que me quedé dormida, y me desperté cuado estábamos ya en la ciudad: lo primero que vieron mis ojos fue el paseo marítimo. No me dio tiempo a ver mucho más, porque al llegar al hotel Meliá María Pita, mi padre continuó unos metros y torció a la derecha, internándose en las calles.


–Vamos a ver primero nuestra casa antes de llevarte al internado –comentó mi padre.


Le respondió el silencio: el parloteo incansable de Iria era una variante (es increíble cómo puede tener esa vida social a los catorce años; yo no tengo tanta) y yo no contesté.


El coche se detuvo enseguida y papá aparcó. Sacar una maleta (la de mi padre e Iria, con las cosas básicas) del maletero, cruzar la calle, abrir el portal y subir hasta el quinto llevó apenas cinco minutos. Mi padre introdujo la llave en la cerradura y entramos en el piso.


Seamos sinceros. Si quieres que te diga la verdad me esperaba más. No era más que un suelo de parqué, con dos habitaciones, un baño, una cocina y un salón. Realmente, ni siquiera. No había ni un mueble (sólo electrodomésticos), ni un miserable periódico para proteger el parqué.


–Iria, las cosas llegarán mañana –anunció mi padre–. Sólo tenemos dos colchones y dos mantas.
–¿Y almohadas? –preguntó Iria–. No puedo dormir sin una. ¿Tampoco hay cojines? Pues el pelo se me va a estropear todo. Deberías haber organizado esto mejor, Ricardo.


¡Dios, cómo odiaba que le echara las cosas en cara a papá!


–Sí, sí –contestó él sin inmutarse; creo que ni siquiera oyó lo que le decía.


Escuché discutir a Iria y a papá desde el recibidor.


–¡Ricardo! ¡Pero mira qué habitación! ¡Es diminuta!
–Ah, qué quieres, ¿irte con Silvia al internado?


Dicho eso, se calló y se alejó con gesto ofendido y altivo.


Papá miró la hora en su reloj.


–Vamos, cariño, nos esperan en la escuela a las cinco.
–¿Cuánto se tarda en llegar? –pregunté en voz baja.
–Me parece que tres cuartos de hora o así –contestó–. Silvia, escúchame bien. Esta es una oportunidad muy importante, y no estarías aquí de no ser por tu monitora de equitación en Vigo. Ella vio tu potencial y me recomendó esta escuela, al parecer enseñan muy bien. Y Calgary aún no está bien domada...
–¡Doy fe! –A pesar de llevar sólo durante el verano montando, ya me había caído dos veces de mi yegua. Y una de ellas no precisamente suave.
–... El caso –prosiguió mi padre–, es que por la mañana darás clase normal, o sea, de lengua, mates, etcétera, con tus compañeros, sólo aquellos que no hayan terminado aún la ESO, y mientras Calgary será empleada en las clases para alumnos que tengan la ESO acabada. Por la tarde, como sabes, será tu turno montar y aprender a cuidar bien a tu yegua. Vas a aprender un montón. Además, voy a procurar cargar el móvil –sonreí, mi padre jamás tenía el teléfono disponible–, y podrás llamarme cuando te sientas perdida.


Tenía un nudo en la garganta.

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