viernes, 18 de febrero de 2011

CAPÍTULO 4. Calgary y yo.

La profesora de equitación era la misma rubia que había visto en el picadero por la mañana. Muy bajita, joven -no más de veintipocos años- y con una gran sonrisa.

-¡Hola a todos! Me llamo Sam, de Samanta, y soy vuestra monitora. Ojo: SÓLO monitora. Sólo os enseñaré a montar. De enseñaros los cuidados del caballo y tal se encargará María. Os explico: ahora, después de estas instrucciones, cogeréis a vuestro caballo y lo bajaréis al picadero pequeño. Dedicaremos unos minutos a colocar los estribos y después empezaremos a montar. Algunos de vosotros ya lleváis algo montando ¿no? Mejor. Voy a supervisar vuestros progresos, y cuando María y yo pensemos que estáis preparados para pasaros a salto, os lo diremos y la decisión será vuestra. Recordad, la mayoría de los jinetes de este centro tardan sobre dos años en estar preparados para el salto. Y ahora, ya me callo, ¡vamos abajo!

Saqué a Calgary de su box y seguí a una niña de unos doce años que montaba a un caballo blanco bajito. El picadero era de tierra marrón oscuro y con lámparas de neón blancas en el techo. Cuando llegaron todos los jinetes con sus monturas me di cuenta de todos los que éramos: catorce. En mi clase del verano sólo éramos siete.

Cogí la estribera y tiré de ella para colocarme los estribos. Metí el pie izquierdo en su correspondiente estribo, salté un par de veces y me aupé. Mi yegua es bastante alta, pero soy ágil, y me subí encima con bastante facilidad. Lo había hecho docenas de veces. Desde arriba, me coloqué el estribo derecho a la altura del izquierdo, me saqué la fusta de la bota y cogí cortas las riendas.

-Los que ya estéis listos, podéis ir dando vueltas al paso por la pista, al paso. Eh, tú, la de la yegua torda -me llamó-. Serás la primera, he visto lo rápida que es Calgary.


Asentí y espoleé a mi yegua para que avanzase hasta la pared y la siguiese. Eso ya lo hacía desde el verano, y supuse que esto sería igual, así que comencé a hacer los ejercicios habituales: me puse de pie sobre los estribos, los solté, hice que Calgary  caminara más deprisa sin pasar al trote, cosas así.


Cuando estuvimos todos en la fila -detrás de mí iba Luna con  Winston-, Sam dijo que empezáramos a trotar a la inglesa. Lo hice, subiendo arriba y abajo coordinada con las patas de Calgary y procurando mantener siempre el ritmo. Sam me dijo que lo hacía muy bien. Trotamos de varias formas distintas, como la española, consistente en ir sentada en la silla intentando no subir ni bajar; o con una mano en la cadera y la espalda muy recta y un poco atrás. Eran apenas las cinco y veinte cuando terminamos los calentamientos y empezamos a galopar.


Fui la primera. Bastaron tres o cuatro patadas para que mi maravillosa yegua saliera a un galope constante y rápido. Mi melena rebotaba en mi espalda a cada paso, pero yo me sentí llena de euforia. Adoraba a mi yegua, nuestra conexión era increíble: con sólo apretar ligeramente las rodillas y tirar un poco del lado correspondiente, conseguía que se arrimara a las esquinas. Y bastaba darle una patada o dos para que galopara más rápido, o tirar hacia mí de las riendas para que frenara.


-Bien, ahora das otra vuelta y te colocas de frente a este obstáculo, y cuando te diga ya le das una patada a Calgary para que lo salte -dijo Sam.


Hice lo que me pedía. Yegua y yo saltamos por encima de un obstáculo muy bajito. Sam me felicitó y volví a mi sitio, satisfecha. Palmeé y acaricié varias veces el cuello de Calgary, viendo cómo Luna trotaba durante unos metros antes de salir a un galope lento.


Galoparon todos muy bien, salvo la niña del caballo blanco de antes, a la que le costó bastante controlar a su caballo. Acabamos la clase sobre las seis y cuarto o así. Después subimos, metimos a nuestros caballos en su cuadra y María, la profesora, nos enseñó a cepillar a un caballo a contrapelo, por ejemplo, y otros cuidados básicos. A las siete salimos de las cuadras, y en compañía de Luna, fuimos a ducharnos y a ponernos el pijama. Después de hacerlo bajamos al salón, donde la mayoría de chicas estaban en pijama como nosotras o por lo menos duchadas, viendo la tele.


No hubo gran actividad a partir de ahí, sólo que fuimos a cenar -los chicos duchados y con ropa vieja, nosotras en bata- y nos retiramos a nuestra habitación. Aún pasaron dos o tres horas antes de dormirnos.


Ojalá todos los días que estuviese aquí fueran así.

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