miércoles, 16 de febrero de 2011

CAPÍTULO 2. La escuela.

Ya estábamos saliendo de A Coruña; de hecho a mi derecha veía uno de los centros comerciales, y cada vez había menos edificios a nuestro alrededor. Transcurrió un silencio en absoluto incómodo, mientras mi padre conducía con tranquilidad y yo observaba el verde paisaje. Empezó a llover suavemente. Fantástico.

Cuando al fin vimos el internado me llevé una sorpresa enorme. En mi defensa diré que nunca lo había visto, ni en fotos, ni en internet. La escuela estaba compuesta por varios edificios bajitos y con un toque campestre, además de un prado gigantesco, otro más pequeño separado con vallas electrizadas donde pastaban algunos caballos, y no se veía el final del recinto. Nos bajamos del coche en el aparcamiento, y me fijé con agrado en que había otros cuatro vehículos; no sería la única nueva. Papá y yo buscamos las oficinas, que descubrimos cerca del portón de entrada. Allí nos atendió una señora de unos cincuenta años gorda y amable.

Toma, aquí tienes un mapa de la escuela –dijo tendiéndomelo– y tu horario de clases.

Les eché un vistazo. Del mapa no me enteré mucho, pero el horario era uno de los más extraños que había tenido nunca; al final del martes y viernes tenía puesto la palabra Optativa. Y abajo ponía:

Optativas:
- Música
- Teatro
- Esgrima
- Baile
- Refuerzo de las Asignaturas

Escoge una, Silvia –dijo la mujer–. Yo te recomiendo música, el profesor Manuel Pérez es uno de los hombres más divertidos que he conocido nunca.
Lo pensaré. ¿Qué debo hacer ahora?
Oh, te acompañaré a los dormitorios y dejarás tus cosas. Tienes tiempo libre hasta la hora de cenar, en el cual puedes estar con tu caballo pero sin montarlo, o jugar en el salón, o hacer vida social...
¿Tendré una compañera de habitación?
Si quieres, sí; no tenemos muchos alumnos –dijo con tristeza–. Actualmente sólo sois cuarenta con residencia y sesenta sin ella, y tenemos cinco monitores y yo. Bien, vamos.

Me despedí de papá con un fuerte abrazo y la promesa de llamarle pronto y seguí a la mujer. Mientras veía los edificios y el mapa simultáneamente intenté hacer un recorrido en mi mente. Según se entraba por el portón, el primer edificio eran las oficinas, y a la izquierda estaban los dos prados. Subiendo había unas cuadras, unas cien o así, y más allá pude ver lo que pensé que sería una pista cubierta. Seguimos subiendo y apareció otra pista, esta vez al aire libre, y con gradas; a su lado había dos edificios más pegados, en uno de ellos se arracimaban unos pocos chicos y el otro tenía el aspecto de ser el de las clases normales.

Bueno, los de la izquierda son los dormitorios –dijo la señora–. Si subes un poco más encontrarás un salón donde hay teles, consolas, billares, futbolines... Ahí suelen estar la mayor parte de los alumnos cuando hay tiempo libre. Y a su lado está el comedor. ¿Me has dicho que quería compañera de cuarto, no? Ven, creo que sé quién será la perfecta persona para ti.

Me acompañó adentro; descubrí con cierta sorpresa un pequeño recibidor de colores suaves y cálidos, con un tablón donde colgaban muchas llaves con un número escrito encima. Había un pasillo, que seguimos, y al frente unas escaleras y a la derecha un salón donde encontré unos diez o doce sofás y algunos televisores, así como una nevera. En la estancia se hallaban algunas chicas.

¿Habéis visto a Luna? –interrogó mi acompañante.
Sí, está en su habitación, la 17 –respondió una.
Gracias.

Ella se lanzó por las escaleras, y tras subirlas, por un pasillo decorado con el mismo estilo que el recibidor y el salón. Parecía un corredor de hotel, con puertas a los lados con números escritos. Al llegar al final llamó a la puerta de una de las habitaciones y entró.

Era un cuarto pequeño y agradable, con dos camas, dos escritorios, dos mesillas de noche y un enorme armario empotrado. A su lado había una puerta que supuse que llevaría al cuarto de baño. En una de las camas se amontonaban cojines, libros, un peluche, mil y un cables... al igual que en el escritorio. La mesilla estaba repleta de lápices de ojos y cremas.

Una chica bajita apareció como por encanto del interior del armario. Su piel tenía un bello y suave color moca, y el cabello estaba recogido en  dos trenzas a ambos lados de su cara. Esgrimió una sonrisa con los dientes más blancos que había visto jamás.

–¡Ah! –dijo–. ¿Me traes a mi compañera de cuarto, Rosa? ¡Por fin! Hola, me llamo Luna –se presentó con entusiasmo.
–Yo soy Silvia.
–Bueno, chicas, veo que os entenderéis muy bien. Me voy que tengo mucho que hacer –se despidió Rosa.
–¡Esto es fantástico! ¿Qué quieres hacer ahora? –preguntó Luna.
–Eh... Pues... Quiero ir a ver cómo está mi yegua Calgary, hacerle unos mimos...
–Claro, ven conmigo.

Luna me arrolló fuera de la habitación con su desbordante energía y me condujo a paso ligero hasta las cuadras.
–Si acaba de llegar, tu yegua debe de estar por allí –razonó ella–. Vamos. De paso te enseñaré a mi caballo Winston.

El équido era de color marrón y blanco, y altísimo. Estaba cubierto con una bonita manta verde y azul de cuadros. Mi yegua estaba justo en el box de al lado, con un paja y el abrevadero lleno.

–¡Qué bonita! –dijo Luna cuando la vio.

Me enorgullecí de mi yegua. Calgary era de tamaño medio, pero esbelta y de color blanco con ese toque grisáceo que tienen algunos caballos. Estábamos conectadas, porque casi siempre me obedecía a la primera a pesar de ser un poco tozuda, y a mi monitora de antes, no. La adoraba. Ella olisqueaba sin parar todos los rincones de su box, probablemente preguntándose dónde estaba. Entré dentro y acerqué mi mano a su hocico para que lo oliera.

–Sí, bonita, sí –dije en voz baja–. No pasa nada. Estoy aquí. –Le palmeé el cuello.

Estuve unos minutos más con ella y después regresé con Luna a nuestra habitación.

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