lunes, 28 de febrero de 2011

CAPÍTULO 8. Accidente

Pasaron los meses, de septiembre a enero, y se sucedieron las semanas y los días. Las alegrías y las penas. El sábado, dos de febrero llegó soleado y con una temperatura perfecta. Me levanté con ilusión sin saber que ese día viviría algo que cambiaría por completo la forma que conocía de vida.

En este centro, los sábados son un día que constan de dos partes. La primera tiene lugar por la mañana y las únicas acciones que se registran son levantarse, abrazarse a un cojín y ver la tele. Después de comer, solemos cambiarnos de ropa y ponernos los modelitos de salir, y tenemos tiempo para ir a Coruña hasta las ocho y media. Yo tenía pensado coger el bus para ir al centro comercial y comprar algo de ropa y puede que unos libros; Luna quería acompañarme, porque necesitaba recargar su armario de potingues, en el que se amontonaban miles de cremas, maquillajes, lápices de ojos y todo tipo de cosméticos. Una vez abrí el armario buscando mi cepillo de dientes y se me cayó todo encima; tardé unos diez minutos en recogerlo todo.

Comimos ensalada de pasta y filetes de buey -hay que reconocerles que la comida está buena-, y luego subimos a cambiarnos.

Cuando bajamos las escaleras ya había un montón de gente apiñada. Los profesores ya nos habían dado la chapa a principio de curso de que teníamos que ser responsables y blablablá, así que ya no estaban allí cuando nos íbamos de parranda. Luna y yo salimos del edificio de las habitaciones, recorrimos todo el camino y salimos a la entrada y nos sentamos en la parada, que estaba justo al lado. El autobús sólo tardó tres o cuatro minutos en venir y estaba casi vacío, lo cual era estupendo; nos sentamos al fondo y hablamos durante todo el trayecto. La mayor parte de la conversación versó sobre lo guapo que era X chico y lo feo que era cualquier otro. Cuando al fin nos detuvimos, bajamos ilusionadas y entramos en el gran centro comercial. Nos tiramos ahí cerca de tres horas, más o menos. Eran las siete y cuarto cuando salimos. La parada estaba en el otro extremo de la plaza y teníamos que cruzar dos pasos de cebra antes de llegar a ella. En el segundo...

Aún hoy, años más tarde, no estoy muy segura de lo que ocurrió. La mayor parte de mis recuerdos de ese momento la ocupan un intenso dolor, gritos y demasiada luz. Me he informado y he presionado a Luna para que me cuente cosas, y pude reconstruir los hechos, más o menos. Lo que ocurrió fue que un coche que iba a demasiada velocidad tocó el claxon y frenó bruscamente. El vehículo derrapó y nos embistió, y nos caímos al suelo. Sé que los coches que iban detrás también chocaron entre sí. Luna y yo estábamos en medio de una espiral de humo, gritos y metal deformado; en un determinado momento no sé muy bien qué pasó, pero me vi cegada con gran violencia, tanta que grité de dolor. Me parece que fue el sol, reflejado en trozos de espejos retrovisores, amplificada su fuerza, impactando contra mis ojos.

Mi abuela decía que cuando mueres, no sientes nada. Pensaba que cuando mueres ya no existes, no hay segunda vida ni cosas así. Decía que sólo hay color negro, no existen los sentimientos ni las formas, ni siquiera los estímulos. Cuando la luz del sol chocó brutalmente contra mis ojos y me vi sumida en la negrura, pensé que había muerto. No veía nada, y al principio no sentí nada. De repente un fogonazo de calor comenzó a arder en algún punto de mi cuerpo, no sabía cuál porque en medio de aquella oscuridad no sabía qué era arriba y qué abajo. Las llamas se extendieron con fiereza por todo mi cuerpo. ¿Me estaba quemando? En cualquier caso, la sensación era opresiva y excesivamente dolorosa. Más que eso; era como si todo el fuego del infierno estuviera concentrado en mi cuerpo y lo hiciera arder, por dentro y... ¿por fuera? Entonces escuché las voces. Una de ellas gritaba y lloraba. Las demás eran muy confusas y en absoluto familiares. Agucé el oído y oí otros sonidos; me pareció reconocer el de una ambulancia y el de la policía. De pronto me di cuenta de que el calor había dejado de extenderse; más bien parecía una lengua de lava alrededor de ese punto de mi cuerpo desconocido. El calor se intensificó paulatinamente hasta casi hacerme enloquecer de dolor. Quería gritar, chillar, correr y tirarme directamente al agua del Polo, pero en el fondo sabía que nada de eso me aliviaría. Sólo podía esperar, y convertir la espera en el analgésico para el desesperante dolor.

-¿Silvia? Dime algo, por favor, por favor -gritó una voz a mi lado. La reconocí, era Luna-. Oh, Silvia, contéstame...
-Luna... -sólo tenía fuerzas para hablar muy lentamente-. Me duele.
-No te preocupes, Silvia, te pondrás bien -dijo ella. Noté algo frío alrededor de otra parte distinta de mi cuerpo. Su mano en la mía. Y entonces... Oh Dios. Me estaba quedando ciega. El impacto fue tal que me quedé sin palabras-. Por favor, mírame.
-No, no, no puedo... -mi voz se hizo pastosa y unas lágrimas corrieron por mis mejillas. Alivió en parte el dolor de mis ojos, pues ahora sabía que de eso se trataba.

Finalmente la miré. Bueno, no exactamente. Volví el rostro hacia donde pensaba que estaba ella y dejé que me mirara y lo asimilara. Me palpé la cara. Seguía sintiendo el dolor, pero mantuve cuidado de no tocarme los ojos. Creo que tenía un corte en la mejilla y una herida que sangraba en la frente.

A partir de aquí mis recuerdos son muy confusos. Me desvanecí por el dolor y ya no sé qué pasó.

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